Autor: Roberto Ariel Tamburrini
Con el retorno de la democracia en el año 1983 en nuestro país, se generó una descompresión creativa en abanico de todas las disciplinas artísticas. Reposiciones, reimpresiones, novedades y un nuevo panorama general fue acompañado por el regreso de artistas exiliados y la manifestación abierta ideológico estética de quienes debieron permanecer en silencio.
Luego del entusiasmo inicial, la década del `90 volvió a socavar los cimientos de lo que se fue reconstruyendo. Con un discurso perverso, el poder ahora se oscurecía, fundado en un manejo económico-financiero que acentuó la crisis social.
Dentro de este contexto, el arte y más precisamente la obra de danza transitó por estados ambiguos. Por un lado, la creatividad de los coreógrafos- intérpretes característica de nuestra esencia y, por el otro, la excesiva mirada al exterior, básicamente a EEUU y Alemania, matizadas por híbridas influencias africanas y orientales. Esto generó un encriptamiento de la danza contemporánea y las nuevas tendencias, con poco compromiso y voluntad de apertura hacia la problemática popular, desarrollándose en un ámbito cerrado, perdiendo el rumbo, sin conciencia por parte de los artistas del vacío temático de sus obras, justificado indebidamente sobre la búsqueda del mejoramiento técnico o la exploración experimental.
García Canclini es claro al referirse al desafío pendiente: “No basta sociologizar el arte; hay que socializarlo. Para que las críticas de los artistas sean algo más que un murmullo entre ellos, necesitan encontrar un espacio en los movimientos populares…un nuevo arte, una nueva cultura, surgirán en la medida que las prácticas simbólicas…hallen en la acción transformadora de las masas vías para profundizarse y repercutir sobre la sociedad entera”. (1)
De manera tal que la problemática aquí planteada desde la perspectiva de la obra se extiende, vincula y relaciona íntimamente con las otras categorías de la producción artística: el artista (coreógrafo-intérprete) y el público.
Sin dejar de considerar el aparato institucional vinculado a las prácticas artísticas dentro de este campo, vamos a encuadrar este ensayo dentro de la búsqueda independiente de la danza contemporánea y las nuevas tendencias en la Argentina.
A partir de esto surgen varios interrogantes: ¿Existen tales manifestaciones realmente independientes en nuestro país? ¿Cuál es el alcance de esta independencia, si es que existiera? ¿O no confundiremos la palabra independencia con un autismo creativo, que cierra su percepción al afuera, adentrándose sólo en sí mismo bajo la justificación de conservarse?
Tal vez sea hora de comenzar a pensar la danza y darnos cuenta que se deben articular las fuerzas opuestas en conflicto, amparando las distintas posiciones al respecto y entendiendo estas contradicciones como parte de un proceso dinámico.
Quizá se deba plantear dentro de este proceso la necesidad de una meta, no como fin último ni absoluto, sino como parámetro, guía y sentido a la vez; que ayude a generar una mirada panorámica y objetiva de la realidad abordada.
Propongo y trataré de demostrar que la danza contemporánea y nuevas tendencias argentinas deben encontrar su identidad. Identidad que permanece como un sustrato latente, pero que solo a través de la conciencia estética de los futuros coreógrafos-intérpretes puede manifestarse y representar el espíritu de nuestro arte local, para entonces recién entrar en diálogo con otras ramas artísticas o culturales sin perder su autonomía.
“…un verdadero artista (que no debe pensarse nunca separado de un público…”. (2).
Esto no significa simplemente, como sucede en muchas producciones actuales, que el espectador deba interrelacionarse necesariamente con el artista en escena. O que roto el tradicional esquema de teatro “a la italiana” se salve el abismo artista público. Significa que todo coreógrafo-intérprete que se
considere tal, debe abrir sus sentidos no solo a su universo interno sino también a la realidad cotidiana, aprovechando su conciencia perceptiva entrenada, poniéndola a disposición del sentir popular, actuando como portavoz del pensamiento y reclamo masivo. Ser independiente es procesar este registro y plasmarlo en su obra sin perder por eso su personalidad artística. Las nuevas generaciones de creadores nunca deben olvidar que, para contar con la supuesta libertad que gozan hoy en día en nuestro país, muchos individuos han sufrido persecuciones, expropiaciones, exilio, y otros tanto han pagado con su sangre el precio de decir lo que pensaban. Pensar, ser originales, es algo que esta camada de individuos logró a pesar de las adversidades. Por eso resultaron molestos, y en esta “fase fractal del valor”, donde “ya no se puede hablar realmente de ley de valor, solo existe una especie de epidemia de valor…de dispersión aleatoria” (3), donde el artista está obligado a continuar y reivindicar esa lucha, indagando cuáles son precisamente sus valores, aquellos que representen a la vez a la sociedad a la que pertenecen.
La obra de danza debe nutrirse y condicionarse por la realidad que la circunda, pero también está obligado a influir sobre la misma. No entender la autonomía como mero formalismo abstracto, carente de contenido, sino como eje central, centrípeto y centrífugo a la vez, que pueda articular y negociar con el resto de las artes, en una búsqueda de productos sintéticos en donde la esencia local pueda comenzar a aflorar.
Este panorama no deja de ser complejo. Para que estas obras se produzcan, es necesario que los artistas comiencen a pensar la danza: “La existencia de instancias de vinculación entre teoría y práctica es fundamental para generar una retroalimentación que resulte enriquecedora…” (4). Y en esta complejidad el coreógrafo-intérprete, más allá de los aspectos técnicos, formales y estéticos, debe focalizar su interés en la búsqueda y posterior transmisión de un mensaje. Teniendo en cuenta que nos encontramos en una etapa poshistórica de la danza, este mensaje debe trascender el mero relato narrativo. Para esto es necesario redescubrir el cuerpo como símbolo, abrir un debate acerca del lenguaje corporal, analizar hasta que punto esta rama del arte se halla codificada o no, y, lo más importante, el artista argentino tiene
que buscar sus raíces ya no en la comodidad efectiva de la fusión con el Tango y el Folklore, sino en reflexionar ante las siguientes preguntas: ¿Qué puede proponer la danza argentina que no pueda ni deba ser propuesto por artistas de otros países, aún la de sus vecinos sudamericanos? ¿Qué virtudes y defectos se pueden considerar en la esencia de todo artista argentino? ¿Qué es ser argentino? ¿Qué sistema valorativo puede servirnos de referencia ante la problemática económica y el poco incentivo desinteresado por parte del Estado? Y cuando hablamos del argentino, ¿se entiende a todo individuo nacido en territorio federal o solo en las grandes urbes, o quizá solo al porteño?
Ante tantas incógnitas, propongo evaluar dos ejemplos claros de identidad nacional en otros ámbitos locales, ambos masivos. Uno de carácter deportivo: el fútbol. Más allá de los resultados, triunfos o derrotas, nuestra selección y los prestigiosos internacionalmente jugadores locales juegan “de una manera particular”. Cierta “garra” característica sumada a la “desfachatez” impredecible son aspectos constantes. El otro caso lo constituye el denominado “Rock Nacional”, generado en la década del `70 por un grupo de músicos inspirados, cuya evolución sigue hoy en día. La profundidad de las letras, la apropiación de un estilo musical en principio ajeno a nuestra cultura y la magnífica articulación lingüística a estas nuevas estructural musicales lo distinguen como algo netamente autóctono.
Naturalmente, no es sencillo establecer puentes vinculares entre distintas disciplinas, pero estos ejemplos son pruebas contundentes de que el argentino tiene una identidad latente que puede manifestarse, a la vez de identificarse con el gusto popular sin degenerar en su propuesta. En el primer ejemplo no la ha perdido a pesar de los intereses económicos que manejan el ámbito futbolístico. En el caso de la música de rock nacional, la misma no ha perdido nunca desde su origen “el éxtasis del estado dionisiaco, con su destrucción de las barreras y límites habituales de la existencia…”. (5).
La danza, en cambio, se desarrolla bajo cierta ambigüedad. Las producciones no convencionales se denominan independientes pero, a su vez, reciben subsidios estatales y/o privados que condicionan su libertad expresiva. Como el la situación del artista en Egipto analizada por Hauser, “cada uno buscaba en el artista un aliado para el mantenimiento del poder…no podría darse en modo alguno un arte autónomo…"(6).
Tomando el ejemplo de una producción independiente local, voy a referirme a la obra DDV (Diario de Viaje – para público acostado en escena), presentada en el IV Festival Buenos Aires de Danza Contemporánea que se desarrolló del 07 al 18 de Febrero en el Espacio Casa de la Cultura. La coreografía estuvo a cargo de Susana Sperling en colaboración con los intérpretes.
Se trata de una reposición que, como recibió avales de los organizadores del festival (como toda obra escogida para ello) permitió a su directora trabajar no solo con anticipación, sino valerse de recursos materiales para una puesta más acorde a su idea conceptual, contando además con el espacio propicio para los ensayos de la compañía. La entrada gratuita favoreció, además, el acceso masivo de público, en un espacio amplio y poco convencional.
Lindando con la idea de performance, la puesta trabaja con espectadores ubicados en varias perspectivas, recibiendo distintos estímulos, tanto a partir del movimiento como a través de los efectos lumínicos y de multimedia utilizados.
Según palabras de la propia coreógrafa, “Diario de Viaje para Público Acostado en Escena propone romper con la manera usual de mirar una obra. El público, acostado en medio de la escena, puede jugar con planos de visión, ver la parte por el todo, percibir los movimientos desde ángulos más profundos. Los intérpretes logran, de una manera sensible, transformar a los espectadores en actores sin que ellos se den cuenta”. (7)
Con funciones a sala llena, sus dos presentaciones fueron exitosas. Sin embargo propongo evaluar dos aspectos poco tenidos en cuenta, no solo aquí sino en el resto de las producciones del festival y también fuera de este, en el amplio panorama de la danza argentina.
Por un lado, algo a lo cual me referí antes: el tema. Más allá de los aspectos técnicos considerados, de la búsqueda sensible y perceptiva abordada y de la ejecución artística, tanto de los intérpretes como de los técnicos, pareciera que en el pensamiento estético, la temática fuera un aspecto casual, algo que simplemente sirva de excusa para desarrollar lo anteriormente dicho.
En su propia sinopsis, Sperling no se refiere al mismo, dejando claro que la intención de aclarar al público su mensaje pasa a segundo plano o, peor aún, ni siquiera interesa. Sumado a esto, los cuadros escogidos representan
distintas situaciones de viaje, pero desde una óptica muy personal de la
autora, puesto que la subjetividad de estos estados (la mayoría del público no a viajado en barco o tenido amplia experiencia en aeropuertos internacionales) aleja al espectador de emociones que superen las meramente visuales.
Otro aspecto a tener en cuenta tiene que ver con el perfil de la mayoría de los espectadores. Los mismos pertenecen, de una manera u otra, al ambiente de la danza contemporánea argentina. Es poca, prácticamente nula, la presencia de público ajeno al ambiente. A pesar de la publicidad en toda la ciudad yen los medios, y a diferencia de lo que sucede en otras disciplinas bajo la organización también de festivales oficiales, la danza aún no logra romper los límites que la separan de la aceptación y acercamiento masivo. Como si cierto elitismo estético daría un plus de calidad, oponiendo a esta la cantidad como parámetro valorativo.
De manera tal que, así como se propone al espectador un acercamiento al material al artista (como en el ejemplo de DDV), por otro lado se persigue, a veces concientemente, un alejamiento espiritual a priori. Esto trae como consecuencia la ausencia de identidad artística, puesto que como aclaré antes, la misma no puede encontrarse descontextualizada de la realidad socio-cultural que la rodea.
Walter Benjamín advierte las consecuencias de esta escisión, refiriéndose a las prácticas artísticas de la nueva era y aclarando que “En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política”. (8)
Se puede pensar entonces que, en un festival o en otras manifestaciones donde el mensaje artístico no es prácticamente considerado por los autores, lo que finalmente triunfa no son las ideas de los coreógrafos-intérpretes sino el manejo que de dichas manifestaciones hace la estructura política, naturalmente para sus propios fines.
Y entramos aquí en una zona sutil. A partir de esto, se puede aventurar la siguiente reflexión: ¿Esta tendencia de la danza de cerrarse sobre sí misma no será un síntoma inconciente que la protege, en principio, de un manejo populista por parte del poder político?
En el supuesto que esto sea así, los artistas de esta disciplina no pueden permanecer mucho más tiempo sin correr riesgos. Los riesgos propios que, como he planteado al inicio de este trabajo, seguramente serán generados al tomar conciencia por parte de la danza de su propia identidad. Sin embargo, de ello depende no solo el futuro de esta rama artística en nuestro país, sino también su apertura al público masivo y heterogéneo, con la consecuente influencia posterior sobre la vida cotidiana del país.
La responsabilidad deberá caer sobre el coreógrafo-intérprete independiente, que, sin negarlas, tome distancia de las prácticas académicas y el mero apoyo institucional y privado no desde el plano material, organizativo, técnico y formal, sino desde su pensamiento estético-ideológico; considerando además que este último esté predispuesto a proponer un mensaje a través de los temas abordados, que deberá estar no solo enfocado en sus aspiraciones y valores personales, sino básicamente en las problemáticas de su propio país. Con esto, seguramente se logre la identificación masiva de público con lo abordado por la danza contemporánea argentina, que recién aquí manifestará su identidad.
El panorama no es desolador. Una camada de jóvenes artistas comienza a plantearse nuevos desafíos, nuevas búsquedas. Aún influidos mediáticamente por manifestaciones culturales exteriores, con la inascibilidad propia de este lenguaje corporal, la realidad socio-económica que generalmente obliga a resolver los aspectos materiales separados de los creativos, deberá hacer pensar constantemente a los futuros coreógrafos-intérpretes como apuntar hacia el interés popular por la danza. Como respetar a sus maestros pero también tomar distancia de los mismos a la hora de generar sus propuestas creativas.
Aventurarse y correr riesgos, no solo “experimentar”. Resaltar la importancia de sus vidas cotidianas, restaurando el vínculo de las mismas con la investigación artística y convirtiéndose, no solo en coreógrafos- intérpretes, sino en hombres y mujeres comprometidos con la realidad y los tiempos actuales. Desde nuestro país y hacia el mundo.
(1) Nestor García Canclini. La Producción Simbólica, Capítulo 5, Página 151.
(2) R.G. Collinwood. Los Principios del Arte. Capítulo 4, Página 79.
(3) Jean Beudrillard. La Transparencia del Mal. Página 11.
(4) Laura Papa. La Danza como Objeto.
Clarín. Revista ñ Sábado 1ro de Setiembre de 2007.
(5) Friedrich Nietzsche. El Origen de la Tragedia. Capítulo 7. Página 100.
(6) A. Hauser. Historia de la Literatura y el Arte. Parte II, Capítulo 2 . Página 47 .
(7) Susana Sperling. Sinopsis de la revista del festival. Febrero del 2007.
(8) Walter Benjamín. La obra de Arte en la Época de Reproductibilidad Técnica.
Capítulo 4. Página 5.
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